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Ricard Castells: el tiempo, el silencio, el nombre
Homenaje a Ricard Castells en el décimo aniversario de su muerte
"Oro de aquella tarde, calderilla de los dioses que recogí alucinado. El sol, detrás de la estación, era un fuego sagrado, un secreto para el artista as a young man. Castells subía sin prisa las escaleras de la puerta principal. Antes de irme, robé un poco de aquellas brasas y aprendí a dibujar el tiempo."

Pablo Auladell / Equador (Kalandraka, 2012) / Julio de 2011

“Me gusta estar en la estación con tiempo, y así puedo pasear y pensar en mis cosas”. Me hizo llevarlo a la Renfe casi una hora antes de que saliera su tren, y esto era en Alicante y habíamos comido por el Barrio, Casco Antiguo, que en quince minutos andando llegábamos, pero ya con el café se le notaba inquieto, todo estaba cumplido y se veía que él tenía ganas de marcharse ya, de regresar a sus territorios y a su trabajo.

Yo tenía por entonces un cochecito rojo como de estudiante, que ni siquiera era mío, que era de mi novia, y ahí nos embutimos después de comer y creo que sentí un poco de vergüenza de llevar a aquel dibujante que tanto me fascinaba  en un coche así, que debíamos parecer, él con su melena de mago medieval y su rebeca parda y su macuto, y yo con mi barbita de becario y mi ropa de mezclilla, dos electricistas en paro que subían a Virgen del Remedio para hacerle una chapuza a alguna viuda. Pero aquella tarde yo era el coordinador de unas jornadas municipales de historieta y él Ricard Castells, el asombroso autor que por fin triunfaba en el Saló de Barcelona y comenzaba a ser conocido y reconocido después de 26 años de carrera (de obstáculos).

Castells, pues, se subió al coche y yo creo que enseguida entró en su mundo, comenzó de inmediato su regreso a sí mismo después de tres días de mesas redondas, encuentros con los lectores y comidas con jóvenes y entusiasmados desconocidos. Lo habitual, en fin, en todos esos festivales organizados por frikis que se celebran por ahí, con la diferencia de que ellos se traen al entintador de Linterna Verde. Yo, que tampoco soy precisamente un charlatán, me sentía caer a cámara lenta de un caballo provinciano y ciego mientras hacía inventario de los deslumbramientos de aquellos días.

La Taberna del Ñú Azul le habíamos invitado a unos coloquios junto a Jesús Cuadrado, Miguel Calatayud, Sento y Paco Camarasa, y también le habíamos montado una exposición.  Por aquel entonces, mis compañeros de La Taberna y yo nos trabajábamos un fanzine de fuerte vocación lírica, un tipo de historieta que aún tardaría un poco en encontrar su sitio en una editorial adecuada. Visto ahora, es evidente que se trataba del balbuceo de una intención, pero es cierto también que teníamos meridianamente claros algunos aspectos y si invitamos a Castells fue, seguramente y antes que nada, porque en él, en su actitud, en los comentarios que le habíamos leído en alguna entrevista, adivinamos la esqueletura de aquella forma de hacer historieta que nosotros pretendíamos. En mi caso, yo encontré en él, sobre todo después de escucharle en las jornadas, la revelación de algunas de las soluciones que me obsesionaban y  que yo andaba sólo intuyendo.

Mientras Castells miraba por la ventanilla la terraza del Peret y a los pensionistas tomando su horchata con fartons, yo me recordaba ardiendo de fiebre por un catarro inoportuno en los sótanos del Centro 14, con el Pedro F. Navarro, el Miguel Ángel Díez y el Miguel Ángel Bejerano,  el día que nos llegaron los originales para la exposición, aquellas láminas enormes del Lope de Aguirre, unas acuarelas esenciales y dramáticas, unas viñetas con mucho aire, el azar bien domado, la coreografía de la secuencia de la batalla, una carga de caballería de varias páginas construida con manchas prodigiosamente tiradas. Y las planchas de Poco,  más pequeñas y con una tristeza como de otra época, viñetas sin prisa donde la vida de aquellos personajes transcurría más como una laguna que como un río, más como un espejo que como una ventana.

Estaba claro que Castells tenía una relación particular con el tiempo (ahora, además, sabemos de la existencia de un diario de trabajo muy escrupuloso). Escuchándole o leyendo sus historietas lo primero que yo sentía era esa demora de la luz, el parpadeo de los personajes. En fin, el dibujo minucioso de las horas. Me quedé mirándolo discretamente cuando paramos en un semáforo. Él, como sus tebeos, tenía un no sé qué de siglo detenido, era otoñal y pausado, Valle-Inclán y analógico.

Llegamos a la estación. Nos despedimos. La siguiente vez que nos viéramos sería en un Saló y sería la última, y apenas hablaríamos, que él andaría muy liado con las firmas y las entrevistas. Tiempo, otra vez. El mismo tiempo que transcurría asfixiante en aquella ciudad con mar, donde mis intentos de construir un lenguaje gráfico se estrellaban una y otra vez con un solipsismo bisoño.

Oro de aquella tarde, calderilla de los dioses que recogí alucinado. El sol, detrás de la estación, era un fuego sagrado, un secreto para el artista as a young man. Castells subía sin prisa las escaleras de la puerta principal. Antes de irme, robé un poco de aquellas brasas y aprendí a dibujar el tiempo.

 

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Grabé las charlas de Castells, el encuentro que le preparamos con los lectores, una entrevista que le iba haciendo en vivo Pedro F. Navarro recorriendo su obra, casi toda inédita por aquel entonces. Me he puesto esas grabaciones muchas veces mientras trabajo, en el silencio del  pequeño estudio, la voz de Ricard, voz de niño sabio y un poco triste, hilando lentísimamente una mañana laborable, punteando por sobre la respiración levísima, matinal, cotidiana del patio interior.

RC: Siempre he estado buscando alguna definición (de Arte) y la encontré hace poco en un ideograma chino. Sirve para Arte y para artesano, para las dos cosas. Era exactamente lo que sigue: “Hombre arrodillado plantando un árbol”. Creo que esto nos debería mover a reflexionar mucho. En el Arte, sobre todo del siglo XX, ni plantamos árboles ni los cuidamos. Es una definición que yo creo que da para mucho: se planta un arbolito y a lo mejor sale, a lo mejor no sale… Ese amor hacia la cosa que estás creando, ese respeto. El hombre arrodillado, la mujer arrodillada. Ya no estamos arrodillados.

Me pongo a menudo, sí, esas grabaciones para comprender mejor el silencio, para conjurar la ausencia, por tener un poco más al maestro que nunca tuve, que aquí, en la pequeña ciudad con mar, todo fue desánimo y entorpecimiento, ignorancia y atroces comidas familiares.

PFN: Luego ya empezó lo que es la primera obra con una entidad, una serie de páginas, … ya más importante, que fue Equador

RC:  Sí, es el primer libro que hago, que termino…

PFN: El primer libro que acabas…

RC: Sí, porque antes he hecho varios guiones de libros que he empezado y que por diversas razones pues no…

PFN: Entendiendo como libro una historia larga, en este caso de 45 páginas…

RC: Sí, pero en realidad esto era sólo el comienzo, tenían que ser tres libros, era una trilogía.

PFN: ¿Cómo fue esa génesis?

RC: Buf… En aquellos momentos yo pensaba que estaba haciendo una cosa comercial, pensaba que iba a entrar en la industria, que iba a ser recibido y acogido amorosamente dentro de la industria. Cuando terminé esto, al cabo de tres años, resultó que nadie lo quiso… y… bueno…

Así, en estos años, he ido destilando algunos misterios: cómo dibujar los silencios, por ejemplo, la página como partitura. No conviene estar armando ruido todo el rato, sino dejar que algo estalle, de pronto, dulcemente.

PFN: ¿Y Miniatura?

RC: Esa otra… como siempre… En ese caso ya sabía que no era comercial. Se hacen siempre las cosas por necesidad, porque sientes que tienes que hacerlas. En aquella época trabajaba durante todo el año en ilustración y me dejaba los veranos para trabajar en lo que a mí me gusta (…). Como no conseguí acabar el verano anterior Otoño en la Península de Arp, que iba a ser otro libro… A mí, hago un inciso aquí, las historias que me salen siempre son muy largas. He tenido siempre muchos problemas cuando he tenido que comprimirlas o sintetizarlas. Yo creo que no he conseguido historias cortas interesantes hasta las dos últimas , que son Selene y, por ejemplo, esta de La sonrisa del mudo. Pero hasta ese momento nunca he dominado el relato corto.

Cuánto suena el silencio, cuánto se escucha al mudo, cómo llena el estudio la voz de un dibujante flautista que nos convocó a todos tras de su estética.

PFN: Y este minimalismo que encontramos en Lope de Aguirre, ¿cuándo lo empiezas a aplicar?

RC: Ya en Equador, lo que eran los elementos esenciales de un encuadre, son muy sencillos. Lo que pasa es que luego lo llenaba todo. Yo, hasta que no he tenido una, entre comillas, seguridad no me he lanzado a hacer eso. Y me parece que fue… parcialmente en Bodas del Agua. Pero sobre todo en Lope.

En cómic yo trabajo siempre en bloques narrativos. En Lope, sobre todo al principio, trabajé, me parece que era en…  en las primeras once páginas al mismo tiempo. Iba trabajando hasta considerar que aquello estaba acabado. No me planteaba cómo iba a ser, me fue llevando. La cosa vino a través de un cuadro, de la contemplación de un cuadro que me dejó absolutamente anonadado, que es un cuadro inacabado de Leonardo, la Virgen aquella con el árbol… Es un cuadro que está inacabado pero en el que, de alguna forma, todos los elementos están armónicamente terminados, aunque sea un esbozo, una cosa… Entonces aquello me rompió completamente los esquemas y empecé a trabajar dentro de cada página en armonía y, ya te digo, no una página sola sino en relación con todo un bloque narrativo. Por ejemplo, toda la secuencia de la batalla está hecha al mismo tiempo para intentar tener una unidad, etcétera, etcétera.

La voz de Castells en el aire del pequeño estudio, convirtiéndolo en un gran alambique donde va goteando su secreto.

RC: En el caso de El Sr. Go y la joven Antea, al ser un encargo, utilizo uno de mis métodos habituales que es empezar a trabajar sobre documentación y cosas de éstas. Entonces hubo una imagen que, no sé por qué, me llamó la atención. Creo que fue un cuadro de un pintor que no me interesa nada, pero la imagen aquella me gustó, que se llama La joven Antea. Esto se unió casualmente a una imagen, que no sé de dónde me surgió, de un japonés en un museo y… a partir de ahí… El momento del argumento, para decirlo de alguna manera… a mí me surge siempre de una forma muy espontánea… y muy irracional. Luego, en la siguiente fase… que es la fase de la estructuración… ahí sí que soy muy racionalista, estructuro de una manera que aquello me parezca lo que tiene que ser, pero el resto es muy irracional siempre.

Mediodía, finaliza la grabación, se calla el motor de la nevera, cae una flor del geranio, se ha agrandado mucho el rectángulo de sol en el patio. En esas mañanas es cuando mejor me salen los silencios en los dibujos.

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Hace un par de años o así, me encargaron ilustrar un cuento de los hermanos Grimm: La Casita de Chocolate. El resultado acabó siendo muy irregular, en parte por mi incompetencia y en parte por esa confusión habitual de las editoriales, que se empeñan en pedir ilustraciones a doble página para luego matar una de ellas con una enorme caja de texto. Pero el caso es que, meses después, descubrí un álbum de Susanne Janssen, extraordinaria ilustradora,  que estaba basado en el mismo cuento de los Grimm. Se titulaba Hänsel y Gretel. Era una obra maestra donde las ilustraciones establecían todo un juego de referencias y simbologías en relación con la dualidad Hänsel/Gretel, el mito de los gemelos y la metamorfosis del niño en adulto. El mismo texto, pero sólo con cambiar el título se habían abierto posibilidades mucho más interesantes para ilustrarlo (y Janssen había sabido identificarlas y aprovecharlas, claro).

El nombre, por tanto. La importancia del nombre. El lenguaje crea el mundo, y no al revés, como pudiera parecer. Lo que no tiene nombre no existe. Siempre se me ocurre primero el título de la cosa, y luego la hago. Y bajo ese nombre, todo se va ensamblando como si hubiera pronunciado un conjuro, es el nombre que he dado el que va marcando la estética y la coherencia, la velocidad, la luz, el tono, el gesto. Cuando emprendo algo que no tiene aún título, nombre, sé que está abocado al fracaso. Efectivamente, algunos días o semanas después acaba derrotado en la papelera.

El nombre. Se me hace tan evidente ahora que Castells sabía de su poder. Otoño en la Península de Arp, Bodas del Agua, Miniatura, Selene, La sonrisa del mudo, Sombra runaEl vuelo de las aves hacia Ubu, Agonías y muerte del último duque de Portland, Equador. Todos aquellos títulos ya por sí solos son capaces de construir un mundo. Tanto es así que a Pedro, a Miguel Ángel y a mí nos fascinaba leer esos títulos una y otra vez en los fragmentos del diario de Castells que llegaron hasta nosotros en no recuerdo qué revista, imaginando qué dibujos, qué historias o no-historias contenían misteriosamente aquellos nombres. Fue la tercera lección de Ricard.

Ahora, casi temo leer todas esas historias que han ido publicándose al fin como, en este caso, Equador. Pareciera que el mago te cuenta el truco, que el poeta te explica el poema. Casi temo leerlas, ya digo, mirar sus dibujos, no sea que ocurra como en los sueños, cuando te parece ver por la calle a la muchacha que amas y que habías perdido, te acercas, la llamas, se vuelve y no es ella.

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